Después de un delicioso viaje y vacación en el sur de los Estados Unidos heme aquí de vuelta en la gran ciudad manzanosa. En relación a mi viaje, he de decir que a pesar de estar en Orlando no fui a Disney (y no por falta de ganas, ya que desde que recuerdo he querido sacarme una foto con el pato Donald) sino por falta de tiempo. El viaje a la Florida, más que un viaje de placer, fue una misión de rescate, la cual, gracias a Dios, salió a pedir de boca. Ahora, el Sur de los Estados Unidos (así con mayúscula, en tanto entidad independiente) es un sitio bien interesante. La gente es extremadamente amable, mucho más allá de la cortesía manhattanense del customer service y del political correctness, genuinamente querida y jovial. El paisaje es bastante particular, combinando pantanos y pinos con un calor infernal y, ya en la Florida, unos paisajes verdaderamente anapoimeños (aunque planos como una arepa). Las secciones de no fumadores, ubicuas en esta isla, son tan convencionalmente inútiles como un avisito pequeño que dice NO SMOKING al lado del baño, lo cual verdaderamente hace que uno se sienta en otro país. Cosa confirmada por la mesera forrada en raso amarillo que balancea en su bandeja toneladas increíbles de tocino, waffles, café mientras fuma Marlboro tras Marlboro sobre una sartén adecuadamente cubierta con centímetros y centímetros de grasa milenaria. Pequeñas epifanías sureñas que hacen que uno se sienta Jack Kerouac. Visitamos el pequeño pueblo donde creció mi esposa; en Colombia llamaríamos a esto un caserío: una estación de policía, una droguería, una estación de tren abandonada. Todo muy florideano, muy de la casa: naranjales y casitas portátiles-juguetes para los huracanes. Hasta me darían ganas de vivir acá, entre la gente amable, feliz y brillante, sino fuera por la prolífera presencia de banderas confederadas (y no en su inocente versión encima del carro de los Dukes -¿Duques? ¿los Duque?- de Hazzard) y de camiones que dicen "Trucking with Jesus".
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