
Poco menos de cuatrocientos años después, después de la experiencia del cautiverio egipcio, los israelitas habían pasado de ser una familia de 70 personas a un pueblo de dos millones de acuerdo al libro del Éxodo. Cuando los israelitas salieron de Egipto, los acompañaba una multitud de personas de otros pueblos y otros orígenes étnicos, los cuales eventualmente los acompañaron hasta la tierra de Israel y colaboraron con la composición del mismo. Moshé, el líder y el profeta de la comunidad, estaba casado con una mujer midianita (es decir, beduina) y con una mujer kushita (es decir, una mujer etíope), aunque en la tradición posterior esta mujer kushita es identificada con su mujer medianita Ziporá. En generaciones posteriores esta tendencia a incluir gente de otros orígenes étnicos sólo prosiguió. El ejemplo más notable es sin lugar a dudas Ruth, la cual era una mujer de Moab (otra nación semita), y es la bisabuela del rey David. Su hijo, Salomón tomó varias esposas de diferentes naciones, incluyendo egipcias y, la más notoria de todas, la reina de Saba de la cual descienden los judíos etíopes y el resto de los judíos de África oriental.
Mil años después, los descendientes de estos israelitas, llamados “judíos” (por la provincia de Judea en la que vivían) habían entrado en contacto con una serie de pueblos extranjeros. Habían sido invadidos por los asirios, por los babilonios, buena parte del pueblo había sido llevado a Babilonia para un siglo de cautiverio y traídos de vuelta a su tierra. Habían sido súbditos de los Persas y luego de Alejandro Magno. Habían luchado por su independencia y, finalmente caído bajo el dominio romano quienes habían convertido a la provincia de Judea en una provincia cosmopolita con paganos, judíos, griegos, beduinos nómadas y, por supuesto, romanos. Este mundo romano también puso a la religión de estos judíos en el centro del panorama espiritual del mundo occidental. Tras el colapso del mundo helenístico y con la transformación de la república romana en un imperio, el individuo romano sentía una gran desafección espiritual similar a aquella experimentada por los individuos en la sociedad moderna.
El hombre de la calle en Roma o en Alejandría vivía en un mundo materialmente rico, un mundo de avenidas y templos, de especias y elefantes, de canales y de gigantescas bibliotecas. No obstante, la cultura pagana, con su énfasis en el sentido trágico de la vida (que tanto embelezaba a Nietzsche) había dejado de ser una opción espiritual viable. Entonces, como ahora, los ciudadanos del Imperio tornaron al oriente para encontrar su norte “espiritual”. El judaísmo, con su énfasis en el sentido ético de la vida y sus promesas de un mundo por venir, parecía una excelente opción espiritual para este mundo romano hambriento de sentido. La conversión al judaísmo creció a pasos agigantados en las ciudades romanas, especialmente entre las mujeres (ya que en ausencia de anestesia el proceso de conversión para los hombres era sumamente doloroso). Esto no evitó que muchos gentiles se asociaran a comunidades judías como “temerosos de Dios” o, en griego, theosebes. Hace dos mil años el judaísmo ocupaba en el mundo occidental, el papel que hoy tiene el budismo. Muchos historiadores calculan que 10% de la población del Imperio Romano hace dos mil años era judía.
Este fenómeno espiritual tuvo consecuencias étnicas para el judaísmo. Tras de ser un pueblo de origen principalmente semita con elementos africanos y asiáticos, personas de orígen europeo, griegos y latinos, hispanos y galos, comenzaron a asociarse al pueblo judío. A través de sinagogas y cementerios en la diáspora encontramos nombres griegos y nombres locales. Rabí Meir, el gran rabino de la Mishná, era hijo de un converso europeo y, de acuerdo al Talmud, era rubio y ojiclaro. Rabí Akiva era hijo de Yosef, el converso. Shemayá y Avtalión, dos de los sabios más reconocidos de la época premishnaíca eran conversos de origen persa. Aquila, un converso griego, tradujo la Biblia hebrea a la lengua de Homero en una versión que se volvería canónica en la iglesia oriental. Onkelos, un converso sirio, tradujo la Biblia a la lengua vernácula del Medio Oriente, arameo en una versión que se lee y se estudia con devoción en sinagogas hasta el día de hoy.
Es difícil saber qué habría pasado si Vespasiano no hubiera destruido el Templo en el año 70, si Adriano no hubiera exiliado a buena parte del pueblo judío de la tierra de Israel, si Saulo de Tarso no hubiera decidido enfocar su mensaje a los gentiles convirtiendo al cristianismo en la nueva opción espiritual de moda en el mundo romano. No obstante, este siglo de popularidad contribuyó a la diversidad étnica del pueblo judío de una manera que es difícil medir hoy en día.
El siguiente milenio vio un reacoplamiento étnico del pueblo judío generado, en gran mediada, por las prohibiciones en contra del proselitismo de otras religiones tanto en el Imperio Romano como en el naciente mundo islámico. Esto no evitó que en la periferia del mundo civilizado, el pueblo judío ganara terreno y fieles de nuevos colores. En las estepas rusas, el gran Togarme del pueblo jázaro decide convertir a la nobleza de su pueblo nómada a la religión de Israel. En Kaifeng, en China, una pequeña sinagoga de mercaderes de seda se establece en 1134. Sus descendientes, de ojos almendrados y largas trenzas negras, rezarían al Dios de Israel hasta el comienzo del siglo diecinueve. Mercaderes judíos establecen sinagogas en Goa y Deli. Sus descendientes vestirán saris de colores y tendrán la piel canela como el resto de los Indios. En los bordes del mapa, viajeros judíos hablan de tribus guerreras que rezan al Dios de los Ejércitos en Hebreo desde los temibles lomos de sus corceles y esperan, detrás de las montañas y el río Sambatión (un milagroso río que corre seis días a la semana y descansa el sábado) el momento adecuado para reunirse con sus hermanos en Jerusalén.
Incluso dentro de las fronteras de la Cristiandad y el Islam, hubo un puñado de hombres y mujeres decidieron unir su destino al del pueblo de Israel. Maimónides, el gran filósofo y rabino, recibió una carta de un converso árabe llamado Ovadia. En ésta carta, Ovadia pregunta de si él, en tanto converso, puede decir en sus oraciones “nuestro Dios y Dios de nuestros padres Abraham, Yitshak y Yaakov.” La respuesta de Maimónides es un definitivo sí. El judaísmo es un legado espiritual, un pacto con el creador, no un legado genético: aquella persona que sigue el pacto de Abraham es considerado su hijo. Sabemos también que en este momento varios sacerdotes españoles se mudaron al sur de al Andalus donde pudieron convertirse al judaísmo a pesar de ser prohibido por las autoridades musulmanas.
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