martes, octubre 31, 2006

Colombia inmigrante

Hace seis años vivo por fuera de mi país, Colombia. Hace seis años vivo como inmigrante con un pié en Israel (aunque acá no me siento verdaderamente como un inmigrante, pero eso es harina de otro costal) y otro en los Estados Unidos. Y como inmigrante caigo a veces en los lugares comúnes típicos de los inmigrantes: una idealización del terruño, tendencia a cantar canciones locales cuando uno se encuentra con los amigos, exacerbada solidaridad con compatriotas anónimos que uno no conoce, tendencia a reducir "la colombianidad" a clichés.
Por otra parte, en estos seis años he tenido la oportunidad de vivir en dos paises con una altísima tasa de inmigración (posiblemente los países con más inmigrantes per cápita en el mundo). Una de las cosas que más me ha impresionado es la diversidad de estos países de inmigrantes. Basta pasearse por el Shuk Majané Yehuda (la plaza de mercado de Jerusalén) para oir un centenar de lenguas, oler un millar de olores diferentes, ver millones de colores de piel. Esta experiencia es aún más caótica y más diversa si uno camina por Central Park un domingo por la mañana. Esta experiencia no es una que se pueda comparar, en cuanto a diversidad humana, a caminar por la Séptima en Bogotá o a cruzar la Universidad Nacional (uno de los sitios más diversos del pais). Colombia, para bien o para mal, es un país bastante uniforme en cuanto a inmigrantes se refiere. Por diferentes que puedan llegar a ser los reservados cachacos de los dicharacheros costeños, estas diferencias no se pueden comparar con las que hay entre-digamos- un pastor evangélico de Arkansas y un taxista pakistaní, entre un judío etíope y un inmigrante a Israel de la ex-Unión Soviética.
La relación de Colombia con los extranjeros es una relación complicada, contradictoria. Por un lado sufrimos de un complejo de inferioridad que nos hace adoptar y en ciertos casos idolatrar todo lo extranjero (desde las danzas europeas y la poesía francesa en el siglo xix, hasta las zapatillas Jazz "traídas de Miami" de los ochenta). Una forma más sútil de este complejo de inferioridad se manifiesta en la obsesiva intensidad con la que los colombianos pedimos validación de nuestro país cuando nos visitan los extranjeros ("¡¿Usted ha visto una papaya más hermosa en su vida?! No. Es que frutas como éstas no hay en Alemania." o "Es que la cueva de los guácharos es la octava maravilla del mundo, ¿Sí o no?"). A lo cual el extranjero sólo puede responder con un "Sí" rotundo y con una avalancha de alabanzas sobre las frutas o los paisajes locales. Nada por debajo de eso será aceptable como un cumplido, como una confirmación oral de que nuestro país es bello y único.
La cara oscura de esta relación complicada es la creencia, bastante afincada entre los locales, que los extranjeros son blanco perfecto para nuestro "genio maligno"-el cual atribuímos, erróneamente, a nuestros ancestros indígenas. Cuánto gringo no ha comido mamoncillo con cáscara, cuánta guama no han tragado los alemanes con pepa, cuánto cuento chimbo no han digerido los holandeses en las playas de Cartagena. Incluso en el exterior, en países dónde no existe la ética del "vivo y el bobo" (una de las cosas de las que menos me siento orgulloso de mi país), se considera un acto de orgullo nacional y étnico la capacidad de embaucar, timar, estafar, o simplemente vencer por medio de astucia y subterfugio a nacionales de otras partes del mundo.
Parte de la dificultad de esta actitud hacia los extranjeros es que Colombia no recibió muchos inmigrantes. Durante muchos años los inmigrantes eran mirados con recelo como los portadores de ideas foráneas y extrañas que podrían corromper a la "potencia moral de América Latina" con su protestantismo, su comunismo, su liberalismo o, simplemente, con su moral relajada de otras latitudes. Los pocos extranjeros que llegaron formaron, en muchos casos, colonias casi herméticas en las que, a través de la solidaridad, pretendían disipar la extrañeza de una patria nueva que no entiende de extranjeros. Testimonios de estas colonias son los diferentes colegios étnicos y clubes sociales que, sólo en esta generación, están experimentando un poco de mestizaje y de mezcla dado a la integración de la tercera o cuarta generación.
A menos que el mundo cambie radicalmente, Colombia no será un destino de inmigrantes de ningún tipo en el futuro cercano. Más bien, Colombia parece estar destinada a crear diásporas en vez de recibirlas. Así que el homenaje que revista Semana rinde en su ejemplar de esta semana a los diferentes grupos de inmigrantes que han contribuído no sólo a la vida del país sino también a que éste tenga mayor diversidad es sumamente pertinente. Especialmente hoy cuando los vientos de un chauvinismo nacionalista que supone la existencia de un "colombiano normal y raizal" comienzan a asomar en el horizonte. Semana no hace cosas buenas muy a menudo. Ésta les salió bastante bien.

2 comentarios:

Chiquilín de Bachín dijo...

Salvando las distancias y algunas diferencias, es curioso lo poco que cambiaría tu texto si en vez de Colombia hubieras escrito Argentina.

Bloom dijo...

Sí? Yo pensé que Argentina tenía muchísimo más pasado inmigrante, mucho más orgullo inmigrante, mucha más consciencia de su diversidad.